taller 2

I.

Me gusta ver cómo se aleja del humo. Deja su boca entreabierta, lo larga despacio, muy despacio.

Se aleja, toma un trago más de whiscola y vuelve.

Con la boca húmeda y fría baja por mi cuello mientras yo fumo, y mi abdomen se contrae cuando siente sus labios helados. Toda esa humedad tiembla con la corriente tibia que entra por la ventana de su cuarto.

Después de los espasmos me quedo dormida.

Al rato me despabilo con la música demasiado alta.

Me encuentro atada. Las muñecas unidas arriba de mi cabeza y a la cabecera de la cama con una soguita dañina. Hay otra soga por arriba y por abajo de los turgentes pechos que ahora apuntan desesperadamente hacia el techo. No parecen los míos, pero lo son.

Estoy inmovilizada. Debo quedarme quieta. Cualquier movimiento generará más daño en los lugares adonde ajustan las cuerdas, ya lo sé.

Y me mira. Y se acerca. Y yo no puedo ni hablar porque la boca también la tengo vendada.

II.

Quedo sola en esta inmensa y silenciosa casa.

Algún perro vecino ladra y a lo lejos se escucha el tren. Está anocheciendo.

Me miro en el espejo, resaltan mi jogging rosa de plush y mi remera blanca con estampa de haditas. No sé a que quiero jugar esta vez. Lo veo llegar, pero no vino sólo: está con Mariano. No entiendo para qué vino.

Nos sentamos los tres en la mesa y tomamos un vino de mi papá. Ellos trajeron para fumar así que también fumamos un poco. Tengo ganas de darle un beso, pero está Mariano y me dan vergüenza mis ganas y mi pijama, y ahora también me acuerdo de que me duele el cuello. Él se para a revisar la heladera porque le dio hambre y quedamos con Mariano cada uno sentado en una silla distinta de la mesa redonda del comedor.

Mariano se ríe. Yo me río también, aunque no sé de qué. Entonces Él vuelve y se me acerca desde atrás, trae un vaso con hielos. ¿Adonde le duele, Princesa?, me pregunta.

Me hace masajes en los hombros, después se pone un hielo en la boca y me lo pasa por el cuello. Respiro entrecortado hasta que me acuerdo que –claro- Mariano nos mira.

Nos mira y el hielo pasea por mi cuello y mi nuca y yo no sé qué hace pero se está levantando de la silla. Pareciera que se va. Pero no. Lo veo arrodillarse frente a mí y siento que me desliza el jogging rosa hacia abajo. Lo miro a Él y está de acuerdo con todo, y yo no me quejo.

III.

Ahora puedo ir su casa incluso cuando está la novia porque ahora me burlan con Mariano.

Él tiene novia, claro: Cynthia. Cynthia tiene cuerpo de nena, me da un poco de impresión. 29 años pero tetitas, piernitas flaquísimas y largas y rulos negros gigantes tipo caricatura.

Esa noche me quedé dormida en su cama mientras los demás colgaron en el living. Cuando me despabilé me encontré con un cuadro muy alterado. A frenética velocidad rebotaban los rulos de Cynthia por toda la habitación, y estaban los demás, como desesperados, como si se estuviera incendiando la casa.

Mi némesis se acerca con la tapa de un cd en la mano, sonríe diabólica y me dice:

-¿Querés? Mirá, ponete en la encía, es como xilocaína.

Yo no me muevo. Cynthia pasa su dedo por la tapa del cd, me mete ese dedo blanco entre los labios, me abre la boca muy lentamente y lo desliza entre los dientes, la encía y el labio superior.

Tengo su dedo en mis labios, sus ojos esperando la reacción de los míos y el efecto inmediato de la droga. Digo que no con la cabeza. Digo que no, muevo la cabeza que no, que no, que no. A qué le digo que no, no sé. No sé si al efecto en mi encía, a la expresión en su cara o a su dedo en mi boca.

Asustada, y con la boca adormecida empiezo a juntar mis cosas. Cynthia se para a cinco centímetros de mi cara. Sonríe traviesa y me amenaza:

-¿Ya te vas?

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